VIDA Y MUERTE DE UN REPUBLICANO.
Mi madre se llamaba Sofía Zubiría Echeverría, pues falleció el día 27 de mayo del pasado 2012 en Estella. Nació en Iguzquiza y ya de muy joven se fue a San Sebastián con unos familiares que teníamos buscando más futuro. Se colocó en un taller de modistillas y pronto aprendió el oficio de modista, siendo muy apreciada en su trabajo. En cierta ocasión hubo una fiesta en la sociedad gallega de San Sebastián y mi madre y sus amigas acudieron al baile que se organizaba. Allá conoció al que fuera su compañero en la corta vida que tenía reservada el pobre padre mío. Se casaron en la Parroquia de San Pedro de Pasajes, viviendo en el barrio pasaitarra de “Trintxerpe”.
Tengo una anécdota que me contaba mi madre. De recién casados, en el primer viaje en que mi padre salía a la mar, le dijo a mi madre que le preparase el “fardel”, el saco donde se llevaba la ropa de faena. Mi madre, ignorante de la vida del marinero, le preguntó ¿qué era eso? Y mi padre de broma le dijo que le pusiese el traje de la boda y ella ni corta ni perezosa se lo puso en el fardel. Él que no lo sabía, cuando abrió el fardel a bordo… ¡No veas las risas de la tripulación! En fin.
Cuando comenzó la guerra, mi padre se fue a Bilbao para apuntarse como miliciano en las filas republicanas. Fue destinado al Batallón 213 Brigada 104 de Guarnición en Guelles. Recorrió todo el frente norte de Bilbao a Asturias, combatiendo contra los sublevados. En Santander y ante la falta de mandos ascendió a cabo; en el frente de Asturias por el mismo motivo fue ascendido a sargento. A causa de una dislocación de hombro fue dado de baja en el frente y trasladado a La Pellice (Francia) para su recuperación.
Mientras tanto y ante el empuje de los nacionales, mi madre llegó a Santander y ahí nací yo en pleno bombardeo de la ciudad por los nacionales el 28 de noviembre de 1936. Estuvimos como refugiados una temporada en casa de unos amigos. Allá se enteró mi madre por un compañero de armas de mi padre que éste se encontraba en La Pellice reponiéndose de una dislocación, que no de herida de guerra. Le advirtió que en Santander no estábamos seguros y que nos fuésemos a Francia. Mi madre embarcó en un barco pesquero con la idea de encontrar a mi padre y escapar cuanto antes. No lo consiguió. El crucero franquista “Almirante Cervera” nos cerró el paso en aguas internacionales, llevándonos presos a Vigo. Allí nos internaron en un convento de monjas reconvertido en prisión de mujeres. Me contaba mi madre que cuando salía al pasillo las monjas se echaban las manos a la cabeza gritando asustadas “que sale la roja” (hoy en día a la roja se le recibe de otra forma)
Cuando nací mis padres en el registro civil de Santander me pusieron el nombre de Urales. En la partida de nacimiento en el margen de la izquierda hay un anexo que dice: “Nota, en cumplimiento de la Orden del Ministerio de Justicia de 9 de febrero de 1939 se procede a anular el nombre del inscrito por ser de los declarados ilegales imponiéndosele el de Gregorio conforme al artículo 3º de la citada Disposición Legal. Santander 29 de abril de 1939 Año de la Victoria.” Me robaron el nombre impuesto por mis padres: Urales. Y por arte de birlibirloque pasé a llamarme Gregorio. Al cambiar los nombres inscritos en el Registro, no se rompían la sesera ni consultaban con nadie. Iban al santoral y aplicaban el inscrito el santo de tu nacimiento. Así de sencillo. Pero ahí no acaba todo, más adelante explicaré el porqué.
Al tiempo, llegamos a Iguzquiza donde mi madre tenía familia. Yo a tenía dos años y llegó la hora de bautizarme. Me pusieron José Pablo: José por mi padre y Pablo por mi abuelo. Y de ahí vino el conflicto. Al llamarme a filas buscaban a Gregorio y sólo existía José Pablo, como me llama en casa habitualmente mi familia. Así que me llamo Gregorio José Pablo sin añadir el nombre de Urales. Debería llamarme Urales Gregorio José Pablo. Pero bueno, dejémoslo estar. Fuimos a vivir a Estella, de donde yo me considero, y vivíamos con la abuela Teodora, madre de mi madre. Vivíamos en la Plaza de Santiago número 31, en la Cuesta de Entrañas, justamente en la casa popularmente conocida como Casa Lorente.
Mi madre comenzó a trabajar como guarnicionera en la fábrica de calzados de Ruiz de Alda, pues ya he comentado que sabía muy bien el oficio de coser y enseguida le dieron trabajo.
A mí me metió en el Colegio de Santa Ana donde fui muy feliz. Yo era muy niño y no sabía nada de nada. Mi madre empezaba a trabajar muy pronto y me dejaba en la puerta del colegio sin abrir todavía, acurrucado en un rincón esperando a que abriesen las puertas y pasando mucho frío por las mañanas. En Santa Ana todavía vive la hermana Concepción Martínez, mi segunda madre. Ella sabía que yo estaba en la puerta y me la abría para que no pasase frío ni lluvia. Me daba un desayuno, pues mi madre, aunque me ponía el desayuno, mi abuela la pobre que no tenía ingresos y no podía trabajar se comía su desayuno y el mío, pero no me importaba. Yo la quería mucho. Y mi madre con lo que ganaba no podía mantenernos a los tres. Esa hermana me dio el cariño, mucho cariño que, como niño, esperaba de otras personas y no me lo daban, sin saber porqué. En Santa Ana hice la Primera Comunión. No me faltó de nada. Fue un bonito día.
De Santa Ana, con diez años, me pasaron a los Escolapios y ahí comencé a hacerme hombre pequeño pero hombre a base de malos tratos y de castigos por ser quien era, no por otra cosa. Ha sido la peor etapa de mi vida. Del cielo de las monjas, al infierno de los frailes.
¿Cómo llegué a los frailes? Mi madre llegó a un acuerdo con ellos: yo estudiaría gratis, a cambio de que ella limpiara las clases todos los días, ya que no podía pagarlas. Pero a pesar de todo prefería eso pensando que daban mejor educación que en las Escuelas Nacionales. En fin, yo pudiendo hubiera hecho lo mismo. La disciplina en los frailes era militar. Practicaban la máxima: “la letra con sangre entra”. Eso no lo admito ni antes ni después de sufrirlo.
Seríamos entre 100/125 alumnos por la mañana. Antes de entrar en clase, los alumnos, en el patio, formábamos en escuadras, como en el ejército, con el brazo en posición fascista y nos obligaban a cantar el cara al sol. Todavía siento la saña con que se actuaba. Yo era el único alumno al que los fascistas le habían fusilado a su padre. Aunque inocente, veía que aquello no cuadraba conmigo: era niño, pero no tonto. La corta vida que tenía me había enseñado mucho. Aquellos hijos de mala madre me hicieron ser el encargado de la izada de bandera; y acto seguido, yo debía lanzar los gritos de rigor: “Franco, Franco, Viva Cristo Rey, Viva España, Arriba España”. Y debía hacerlo con el brazo en posición fascista. No sé por qué, se me saltaban las lágrimas, pero jamás me vieron llorar.
Los castigos eran múltiples, de nueva invención, vamos. Y siempre nos tocaba a los mismos. Éramos cuatro “marcados” por tener algo que ver con los “rojos”. Había un banco de roble macizo de unos cinco metros de largo y pesaría veinte kilos. Dos “marcados” sujetábamos el banco al aire. Y el fraile se sentaba encima a leer el breviario. El peso podía con nosotros. Al tocar el suelo, otros dos, situados detrás de nosotros, nos ponían buenas las piernas con las varas. También nos colocaban en clase, de espaldas a la pared a un metro y separados, a leer la lección. Como te equivocases en alguna frase, el tortazo estaba asegurado. Los pupitres de entonces tenían un tintero. Un día no recuerdo por qué pegó un puñetazo en la mesa. El tintero saltó por los aires y lo puso bueno… A punto estuvo de darle algo de lo royo que se puso. Te ponía castigado en el número 7 del frontón y solían olvidarse de ti; a las diez de la noche la familia venía a preguntar preocupada porque no habías llegado a casa.
En casa no nos faltaba de comer, aunque la comida era muy escasa. Yo era muy joven y comía mucho; era una época en la que si tenías dinero comías y si no pues a chiflar a la vía. Al principio, empezó el racionamiento: unas cartillas de color marrón con cupones. Ibas a por pan y te quitaban uno; como estaban contados para el mes, tenías que ir con la cartilla a todos los sitios a comprar el pan, el aceite… para todo lo básico tenías el cupón. Mi madre ponía, por ejemplo, para cenar un huevo para los dos con muy poco aceite para que llegase para el día siguiente. Y así todo. El pan era de salvado “pan negro”. Al comer salía de todo: cuerdas, bichos y todo lo que imagines. Recuerdo que en una panadería, en la que trabajaba un amigo, en la Plaza Santiago, cuando se acababa la pila de sacos de salvado, se barría el suelo y se echaba a la amasadora todo lo que salía. Luego ya llegó el pan de maíz. ¡Qué delicia comparado con lo anterior! Entonces se hacía el pan en las casas de los pueblos. Para conseguir pan blanco yo solía ir a Iguzquiza a por la “cascaraña”, cuando amasaban. Iba andando de Estella por el Monte de los Pinos y por Arbeiza a Iguzquiza. Al principio me daban los tíos una pieza, pero como me la comía por el camino, llegaba a casa sin pan. Y cuando se enteraron, ya me daban dos.
También recuerdo que en Los Llanos Astibia tenía un mecánico agrícola con un taller de reparación y los escolapios al lado. En medio de los dos había una nave que la usaban los militares para guardar la algarroba que daban a los mulos para comer. Como el hambre agudiza el ingenio, cuando el centinela se daba la vuelta, yo me colaba por un agujero pequeño que había en la pared. Una vez dentro me ponía morado; eso sí siempre vigilando al soldado. Sólo Dios sabe la cantidad de algarroba que habré comido en mi vida. Después salía con el seno lleno y les daba a los amigos que no se atrevían a entrar.
Había en la calle Mayor, al lado de Tejidos El Santo, una tiendica de fruta que solía tener las barcas de fruta en la puerta y cuando pasaba, echaba mano a la primera barca y cogía de lo que tocaba. No me paraba a elegir, echaba a correr y salía “la Cubana”, que te gritaba: “chiquito ya te conozco ya, se lo voy a decir a tu madre, pero nunca le decía nada. ¡Qué buena era aquella mujer! No tenía importancia para ella, pero los chiquillos éramos así de “trastos”.
Si hacía falta leña me iba a los pinos y cogía un saco de piñas. Si había tormenta, seguro que algún pino estaría en el suelo. Al día siguiente con una cuerda lo arrastraba hasta casa. Era un chico de cuidado. La vida me había enseñado a defenderme por mí mismo. Nunca he tenido miedo a nadie ni a nada. Humillaciones hemos pasado muchas, muchas pero yo ya estaba acostumbrado.
Contaré un caso que jamás se lo he contado a nadie. Ya tenía quince años y me enteré por un amigo que un malasombra del barrio le hacía proposiciones obscenas a mi madre. A pesar de mi juventud y a pesar de ser él un hombre hecho y derecho, fui a la tasca, a la que él solía acudir. Lo puse firme delante de todos. Jamás volvió a meterse con ella. Al menos yo no me enteré.
Por último, quiero manifestar un pesar, una carencia que he tenido toda mi vida: apenas sé cuatro cosas de mi padre. Mi madre vivió tan atemorizada por las barbaridades del 36 que no quiso hablarme casi nunca de ello. Poco a poco he ido atando cabos y así he sabido que mi padre fue fusilado en Julio de 1938 por sentencia dictada en un juicio-farsa (Consejo de Guerra) siendo Teniente del ejercito republicano. Su ausencia, su asesinato mejor, marcó totalmente las vidas de sus seres más queridos, las de mi madre y la mía, como he descrito en estas líneas.
Goyo Sampedro, hijo de un fusilado por ser republicano.